Hace años tuve un juicio en el que acusaban a mi clienta de un robo imposible: para que fuera posible, una señora embarazada de 9 meses tendría que haber sido capaz de cargar en menos de cinco minutos una nevera por cinco pisos de escaleras y subirla en un camión. Lo interesante era cómo había denunciado la teórica víctima: al relatar lo que faltaba de su casa (que seguramente estaba vacía), enumeró lo que creía más valioso: una nevera, un televisor, un sofá, una estufa. Ahí terminaba su imaginación, esas eran sus aspiraciones materiales. Hoy he visto el sorteo en curso de una cesta de navidad valorada en doscientos mil euros. Se compone de un cochazo inmenso, teléfonos móviles, un par de motos, una grande y una chica; una consola, una cosa de cada del catálogo de Apple, cuatro o cinco bolsos, un cheque de una agencia de viajes, una tele gigante y medio kilo de oro. Los impuestos de todo, los paga la cesta. Todo es muy bonito, cierto, y es cierto también que en casas de gente rica hay una cesta de estas repartida y ningún libro, a veces. Que esta sea la medida de la imaginación en el lujo es un tanto decepcionante. Ningún artefacto raro, ningún libro, nada de arte. Dicho de otro modo: todo caro, pero nada especial, nada singular. Todo producido en masa. La cesta representa unos anhelos generales cuyo coste económico puede ajustarse al céntimo, y que cualquiera con ese dinero puede tener. Parece más interesante tener las posibilidades, y gastarlas en algo exclusivo, a la propia medida. No confundir, y esto es más viejo que las montañas, valor y precio.
*Abogado