Me encanta que nos invites a estas cosas artísticas, por favor no dejes de hacerlo, es como que a esta edad o todos lo mega lograron, o ya se resignaron. Vos sos la única que lo sigue intentando”.
Hace dos años leí un cuento en el ciclo de literatura que organizaba una conocida, de esos divertidos, que tienen objetitos vintage y café de autor, y cuando terminé, una amiga se acercó a abrazarme y me dijo esa frase. No fue en tono malicioso, yo tengo un buen radar para la pasivo agresividad y ella no es así; realmente estaba orgullosa de mí, pero sus palabras me hicieron un ruido gigante. Le devolví el abrazo pero no supe qué responderle. ¿Cuál era el trasfondo de lo que decía? ¿Hay un límite de edad no escrito para dejar de probar cosas nuevas, o para abandonar un objetivo, alias resignarse? ¿Hay un límite de edad para seguir intentando? Algo me dice que no, pero sí.
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La curiosidad no envejece
Hay una película dirigida y protagonizada por Joanna Arnow que se llama “La sensación de que el tiempo para hacer algo ya pasó” y si bien la historia va sobre un personaje pasivo, que vive en una inercia constante entre un trabajo aburrido y amantes BDSM, sin tener un horizonte claro, el título nos puede dar un poco la data de por qué está así. “Ya estás grande para… “, “Ya estás tarde para…” , “¿Cómo te vas a exponer a esto? Qué vergüenza”. Hay una presión por triunfar temprano y de forma simple, casi sin esfuerzo, que no sé bien de dónde viene.
Hace menos tiempo que dos años, en una cena con otras amigas se armó un debate sobre un conocido nuestro, digámosle Pepe, cuya pareja había decidido posponer los hijos para priorizar su carrera como actriz. Para qué. Las hienas estaban como locas: que pobre Pepe, con todos sus amigos con hijos, que él estaba tan triste por no poder embarazarla, que si la chica ya no la había pegado hasta ahora (menos de treinta tenía) de seguro quería decir que no era talentosa, que por qué no agarraba otro camino, y así y así…
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Nunca es tarde
A ver, yo no conozco tanto a la novia de Pepe como para evaluar sus habilidades actorales, pero la verdad es que mis amigas tampoco, y eso también me quedó resonando: “si no la pegó hasta ahora…”. Otra vez el límite de tiempo no establecido pero existente, sumado a la idea de que alguien no es bueno hasta que otros álguienes empiecen a decirlo.
Estoy segura de que si esta chica consiguiera mañana un trabajo en una peli de HBO y la rompiera, la percepción de su personalidad cambiaría por completo. La defendí con uñas y dientes, pero en realidad no la defendía a ella, me defendía a mí, defendía a todos.
En el 2024 escribí el guión de una serie corta y me propuse filmarla y también protagonizarla. Como Joanna Arnow pero sin BDSM. Siempre hago el chiste de que me autoaudicioné para el papel y decreté que era la persona ideal. En mi mente era algo sencillo: pocos personajes, una locación, un estilo falso documental que generaría planos fijos que podríamos filmar en minutos.
Aprendí mucho en el proceso, y una de las cosas que aprendí es que nada en audiovisual es sencillo, como tampoco es sencillo nada que consista en lidiar con mucha gente. El proyecto inició con estudiantes de cine que se ofrecieron a hacerlo sin costo “para aprender” y terminó con un equipazo muy profesional del que salió un producto que me puso feliz. Fue algo que hice sin dar demasiadas vueltas; el camino estándar de estas cosas es buscar financiación o vender la idea a alguna productora para que después ellos hagan lo que quieran, pero algo en mí sentía que no tenía tiempo que perder, que tenía que hacerla yo y que tenía que hacerla ahora.
La mayor parte de mi entorno me apoyó, hubo amigas que pusieron su tiempo para ayudar con la planificación, otras para diseñar, y algunas hasta hicieron apariciones estelares, como también mi novio, mi papá y mi perro Tuco. Pero también tuve frenos: “¿Te parece gastar tanta plata?”, “Solo hacelo si sentís que es tu obra maestra, lo que más te representa en el mundo”, “Si no sabés nada de audiovisual, ¿por qué no hacés una obra de teatro?”.
Sí, gasté plata, pero eran mis ahorros y no me arrepiento. Yo jamás les dije nada a la gente que se gasta cinco mil dólares en sus vacaciones exóticas en el Asia, o tres mil dólares en congelar óvulos, o en botox, plasma, ácido hialurónico, etcétera, o andá a saber cuánto en mandar a un bebé al colegio o en niñeras de lujo. Y la lista puede seguir por siempre, y espero que nadie se sienta ofendido, porque algunos son gastos que yo podría llegar a hacer eventualmente.
Por supuesto que quiero parecer de diez años menos y acariciar ciervitos bebés en Japón mientras a Tuco lo cuidan en un campamento premium, pero en este momento quiero más otras cosas. El tema es que yo no les digo nada, y estoy segura de que nadie les dijo nada, aunque lo invertido sea el mismo monto que salió la serie. Porque hay algo en la exposición que incomoda, algo en salir un poco de las normas de adultar que te pone en una posición vulnerable y habilita un botón de opinen.
La preproducción de la serie tuvo sus momentos: primero la crisis con los estudiantes, que no paraban de pelearse y de llamarme para criticarse entre sí, todo fue un drama y llegó un punto en el que tuvimos que cancelar la filmación. Ese día lloré y pensé si no era una señal para abandonar todo. Sí, al fin y al cabo, ¿quién me obligaba a hacer esto? ¿A quién le importaba, más que a mí?
Después de un tiempo, cuando conocí al equipo final, filmamos Primero A en seis días casi seguidos, en los cuales pasaron cosas que creo que son bastante típicas: pedidos que no llegaban a tiempo, otras peleas, el director estuvo con gripe, la otra actriz con migraña, hubo que agregar un día extra a la filmación, la vestuarista faltó ese último día, discusiones sobre la post producción y algunos créditos.
A veces, en plena escena, me distanciaba del momento y pensaba: “¿Le estoy pagando a gente para que me filme hacer gracias? Qué pavada. Estoy grande para esto. ¿Por qué no invertí en bitcoins o me compré una muy buena aspiradora, de esas redondas que también lustran?” Y me respondía: porque no te interesa, Florencia.
Después, llegaron los primeros cortes y el resultado me encantó, quedé maravillada, cómo entre pocas personas pudimos hacer algo lindo y profesional. Se los mandé a algunos colegas y la respuesta fue positiva, lo que me puso contenta. En general mis amigxs y familiares se mostraron intrigados. Mi papá me preguntó si iba a estar en Netflix y mis amigas si podríamos hacer una alfombra roja para ponernos vestidos lindos.
Uno de los personajes de la serie es un músico que está tratando de pegarla con la misma banda de rock chabón hace veinte años y que no para de pedirle plata a su novia (mi personaje) para su carrera musical. Y ese es justo el “malo”. Pero bueno, hay cosas que son graciosas, todos tenemos un amigo así. Y, de nuevo, lo que diferencie “Uh qué perno ir a escuchar a Panchito a Makena otra vez” de “Qué capo Panchito, este es amigo mío” va a ser si algún día alguien decide darle un contrato. Mientras tanto, andá a ver a Panchito o no vayas a verlo, a esta altura no se va a ofender, pero si Panchito es feliz con su música, dejalo que la haga.
La reacción que más me sorprendió no fue por la serie en sí, sino por el hecho de haberla filmado. Un día, después de una juntada amena, relajada, a la que llevé regalos para sus múltiples bebés, una amiga me dijo (y me animo a decir que lo siguiente es una cita casi textual): “Vi que hiciste la serie. Tendrías que haber hecho un corto. Las plataformas están todas quebradas, no compran nada. Y los festivales de series son todos una mierda”.
No me preguntó de qué se trataba, ni si la pasé bien filmando. A ver, era una juntada de amigas, no una reunión de negocios. Otra vez no supe qué decir. No pude ni sonreírle y fingí que otra de las chicas me llamaba desde la cocina. Pero ese día me sentí mal, me sentí más juzgada por haber hecho algo que me gustaba que, por ejemplo, por la vez que trabajé en una empresa escribiendo anuncios para aplicaciones que decían ser porno pero que eran una estafa (“¿querés chupar tetas? hacé click”, y ahí te sacaban los datos), o por tener un cliente de marketing que vende pastillas para la salud mental de origen inchequeable. O incluso que la vez que mi hermano me hizo entrar en una estafa financiera, y eso solo para mencionar situaciones en las que me encontraba sobria. Otro de mis trabajos fue en una empresa de delivery y consistía, entre otras cosas, en medirles el tiempo a los “empleados” (entre comillas, porque estaban tercerizados) a ver cuánto tardaban en armar un pedido del supermercado y despedir a los que tardaban más del promedio en juntar tres leches y cuatro tomates. Pero nadie que conozco me juzgó jamás por eso, porque tiene su lógica: los que tardan más se tienen que quedar atrás.
Entonces tal vez sí es el tema del esfuerzo, de este verbo “intentar”, que resulta incómodo. Porque a pesar de que vivimos en una sociedad individualista y horrible que se engaña con frases del estilo de “fracasá mil veces, fracasá mejor”, nadie quiere en serio ver esos supuestos fracasos, nadie quiere tener que ver a otro de verdad intentarlo, da como vergüenza ajena. El tema del fracaso socialmente aceptado es que tiene que ser íntimo. Y si bien escribir debe ser de los actos más íntimos que hay, filmar, publicar, editar, actuar, recitar un cuento en público, consisten en exponerse, en intentarlo, en confiar.
Y acá, para mi sorpresa, me vuelvo positiva mindfulness bienestar vegana etc. y pienso que esta experiencia entera fue un gran aprendizaje, que fue jugado y que por suerte salió todo bien, sin importar en qué termine, pero que la próxima lo haré mejor. Porque, repito, por supuesto habrá una próxima, y espero que lo que menos me importe en ese momento sea la cantidad de años que tenga.