“Despierta, es la guerra”, me dijo Amos Harel, nuestro analista militar, cuando me llamó a primera hora el 7 de octubre de 2023. Era la última festividad del Año Nuevo judío, el final no oficial del verano de Tel Aviv, y como había salido hasta tarde, seguí durmiendo sin oír las sirenas antiaéreas que sonaron a las 6.29. “¿Qué guerra, contra quién?”, pregunté, aún mareado. “Es Hamas”, respondió Harel mientras exponía con todo lujo de detalles lo que iba a ocurrir a continuación: una lucha prolongada, una contraofensiva israelí agresiva, y fuertes críticas internacionales.
La guerra flotaba ya en el aire desde hacía varios meses, con la sociedad israelí desgarrada por el plan del primer ministro Benjamín Netanyahu de reformar radicalmente el orden constitucional y convertir la tambaleante democracia del país en una teocracia autocrática. Sus detractores dentro y fuera del Gobierno advirtieron de que la fisura interna tentaría a los enemigos de Israel a atacar, y lo mismo hizo la comunidad de inteligencia. En Haaretz, sosteníamos que la política de Netanyahu de oprimir a los palestinos hasta la sumisión conduciría al desastre, y que el próximo ataque sorpresa podría estar a la vuelta de la esquina. Netanyahu no quiso escuchar.
«A pesar de las dificultades sin precedentes, nuestra obligación era seguir al pie del cañón y cumplir con nuestra misión periodística de informar lo más ampliamente posible sobre la guerra»
Nuestras sombrías profecías se materializaron el 7 de octubre, pero nos sentimos igualmente conmocionados y apenados por lo sucedido. El éxito de Hamas a la hora de invadir Israel y matar, secuestrar, violar y saquear las comunidades civiles y los puestos militares avanzados resultaba inconcebible, mientras que la incapacidad de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) para responder a tiempo iba más allá de lo creíble. Igual de inimaginables eran los gritos de auxilio de compañeros y amigos escondidos en sus refugios antibombas para protegerse de los asesinos de Hamas, que ya habían matado a sus vecinos o se los habían llevado cautivos a Gaza. Nuestros reporteros, que acudieron a toda prisa al lugar de los hechos, escaparon a duras penas de los tiroteos y ayudaron a recoger cadáveres tras la masacre en el festival de música Nova o lucharon por rescatar a sus seres queridos de los atacantes. Otros miembros de la plantilla, que crecieron en los kibutz de la frontera con Gaza, perdieron a familiares, amigos y vecinos y, desconsolados como estaban, tuvieron que cuidar de sus padres ancianos que habían sobrevivido a la embestida y se habían visto desplazados. Y más de una docena de redactores y editores se presentaron en sus unidades militares de reserva.
Nunca nos habíamos enfrentado a semejantes retos emocionales y profesionales en la redacción. Pero a pesar de las dificultades sin precedentes, nuestra obligación era seguir al pie del cañón y cumplir con nuestra misión periodística de informar lo más ampliamente posible sobre la guerra. Esto significaba que, además de registrar la pérdida y el dolor en Israel, las decisiones y acciones políticas y militares, la difícil situación de los rehenes en Gaza y el duelo de las familias en el país (al igual que nuestros colegas en los demás medios de comunicación israelíes), también describíamos lo que estaba sucediendo en el otro bando, mientras las fuerzas de Israel se reagrupaban, hacían retroceder al enemigo y lanzaban su contraofensiva en Gaza, persiguiendo y desmantelando a las fuerzas de Hamas al tiempo que mataban a una multitud de personas inocentes, despoblaban y arrasaban barrios enteros, y convertían a la población palestina asediada en refugiados desesperados e indigentes.
«Haaretz ha insistido en dar nombre y poner cara a las víctimas de las operaciones militares israelíes para que cuenten su versión de la historia»
No era la primera vez que Haaretz se apartaba de los principales medios de comunicación israelíes en una guerra. Desde 1982, Israel ha luchado sobre todo contra grupos de militantes dispersos entre la población civil en los Territorios Ocupados y Líbano, en lugar de combatir contra ejércitos regulares como en 1956, 1967 y 1973. Esto ha supuesto librar combates urbanos y llevar a cabo bombardeos aéreos que provocan “daños colaterales”, como se denominan en la cruel jerga militar.
Sin embargo, Haaretz ha insistido en dar nombre y poner cara a las víctimas de las operaciones militares israelíes para que cuenten su versión de la historia, al tiempo que nuestros reporteros se integraban con las FDI para escuchar a los soldados y comandantes que blandían la bandera con la estrella de David. Nos negamos a acatar el dicho de “cállate mientras disparan” acuñado por un analista de la corriente dominante durante la invasión de Líbano en 1982, que ejemplifica la cobertura de los medios de comunicación israelíes en tiempos de guerra hasta hoy. Por el contrario, nosotros creemos que cuando uno ve cometer crímenes de guerra o sospecha que se cometen, tiene la obligación de alzar la voz en el momento en que se producen en lugar de esperar a que la guerra termine o, como suelen hacer nuestros colegas, pasar por alto estas violaciones, minimizarlas o tratar las críticas externas a Israel como una difamación antisemita.
Nuestra postura nos ha puesto en apuros en repetidas ocasiones. Cuando Haaretz cuestionó la ética de algunas operaciones antiterroristas de las FDI, fue despellejado por los políticos, por la competencia y por lectores enfadados que cancelaron sus suscripciones en señal de protesta porque “ayudamos al enemigo”. Pero nunca nos dimos por vencidos, decididos a mantenernos firmes en nuestro punto de vista crítico y a exponer las múltiples facetas de los combates. La guerra actual no es diferente; desde que estalló, hemos dado voz a palestinos y libaneses en las zonas de guerra, hemos publicado varios reportajes de medios de comunicación internacionales con mejor acceso y hemos analizado las imágenes por satélite de la destrucción y la escalada israelí en Gaza. En nuestros editoriales advertíamos de la limpieza étnica que estaba teniendo lugar en el norte de Gaza, al tiempo que pedíamos al Gobierno que pusiera fin a la guerra y sacara de las mazmorras de Hamas a los rehenes israelíes supervivientes.
A Netanyahu nunca le han gustado nuestros reportajes ni nuestra postura firme contra su política de ocupación y anexión en los Territorios Ocupados y su negación general de los derechos palestinos. En 2012 llamó a Haaretz y a The New York Times “los principales enemigos de Israel” (aunque más tarde lo negó.) Por eso no nos sorprendió que, varias semanas después de que se iniciara la guerra actual, el secuaz de Netanyahu, Shlomo Karhi, ministro de Comunicaciones, redactara una resolución del Gabinete para boicotear a Haaretz y cancelar la publicidad y las suscripciones al diario pagadas por el Gobierno.
Karhi pretendía ilegalizar y cerrar cualquier medio de comunicación que “ayudara al enemigo minando la moral pública en tiempos de guerra”. Su intento de castigar a Haaretz fue bloqueado inicialmente por el Ministerio de Justicia, que citó el peligro que suponía para la libertad de prensa. Pero Netanyahu y Karhi se limitaron a esperar otra oportunidad, y acabaron utilizando unas polémicas declaraciones de nuestro editor Amos Schocken para declarar el boicot a Haaretz en la reunión del Gabinete de hace una semana.
No somos los únicos en el punto de mira del Gobierno. Con el alto el fuego en Líbano y la disminución de los combates en Gaza, Netanyahu, enfrentado a una débil oposición parlamentaria y en las calles, se ha apresurado a relanzar su golpe de Estado. “Hemos sido elegidos y podemos decretar un cambio de régimen”, explicaba Karhi, que también pretende cerrar la radiotelevisión privada (sic) israelí, que parece demasiado independiente del Gobierno. Sus compañeros de coalición promueven proyectos de ley antidemocráticos que amenazan con socavar las elecciones libres y otros medios de expresión política, al tiempo que se preparan para construir asentamientos judíos en la Gaza ocupada.
Pero no nos aterrorizan ni nos asustan las amenazas de Netanyahu ni sus esfuerzos por deslegitimar nuestro periodismo y estrangular financieramente a Haaretz. Nos atendremos a nuestra misión fundamental de defender los derechos humanos y civiles y denunciar las fechorías y los crímenes de guerra del Gobierno. Es nuestro deber, y más aún cuando Israel está en guerra.
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